lunes, 28 de febrero de 2011

(A)divino


Las personas cuando entran en el metro siempre van mirando al suelo. Se meten las manos en los bolsillos cuando intento darles el papel en el que anuncio mis servicios. Poco les importa que yo tenga la capacidad de cambiarles el futuro, de adivinar enfermedades, número de lotería o almas gemelas. Hace veinte años que hago esto: paso los días en la boca del metro de la plaza de la Asunción, buscando clientes a los que arreglarles la vida. En el fondo me gusta estar en la calle, quieto, viendo como los demás caminan; buscando el cliente perfecto, aquel que tiene todo un mundo dentro y aún no lo sabe.
Hoy llueve un poco y aún no se ha disipado la niebla de la mañana, las luces de las farolas se van encendiendo poco a poco, y la entrada del metro se llena de gente. De pronto, entre la multitud, la veo acercarse: cargada de bolsas, con un traje de chaqueta y falda gris, los zapatos negros de tacones altos, el pelo recogido, y cerrando, al teléfono, el último contrato del día. La niña triste que fue continúa en su mirada, las bromas de los otros niños le revolotean aún en la nuca y el olor a pastel de su abuela le protege la espalda como un abrazo. Llega tarde a casa, no… a casa no, a la escuela de sus hijos. Tiene… dos, tres: un niño y dos niñas. Aún no le ha contado a su marido que ayer fue al médico, y que los pólipos que tiene en el útero puede que no sean tan inofensivos como parecían al principio.
Me necesita. Necesita que le diga todo lo que va a pasar. Todos necesitamos estar listos, saber qué es lo que vendrá después del siguiente paso. Mientras busco uno de mis anuncios publicitarios en el bolsillo, oigo un frenazo. Al levantar la mirada la veo extendida en el suelo, con las bolsas abiertas sobre su traje gris, con la mirada fija en el cielo y en la lluvia que cae. La gente se agolpa a su alrededor, intentando reanimarla sin éxito.
La verdad es que me sorprende no haberlo visto antes, pero en esta profesión, como en cualquier otra, estas son cosas que pasan, al fin y al cabo no puedo ser Dios.

sábado, 26 de febrero de 2011

Máscaras

"¿Por qué me miras así?", le gritó el payaso a la niña del cumpleaños mientras se quitaba la pintura de la cara.

martes, 22 de febrero de 2011

Las mil y una tardes


Mirad cómo camina Marisa, con el vestido de domingo y la bolsa llena de naranjas. Fijaos cómo se le dibuja una sonrisa en la cara y cómo el sonido de sus tacones llena la calle vacía. Pegado a la pared y siguiendo la sombra que deja el campanario, se dirige hacia ella el forastero. Cuando estén cara a cara se abrazarán, él le dirá que hoy está más bonita que ayer y ella le pondrá la mano en el pecho empujándolo con picardía. Entonces el forastero fingirá enfadarse y se dará la vuelta, pero solamente lo hará para poder sacar la flor que lleva escondida bajo la chaqueta. Marisa se la pondrá en el escote del vestido y, juntos, se marcharán caminando bajo los Jacarandás de la Avenida.
- ¿Qué os parece? – preguntó don Nicolás, el maestro, después de acabar de contar su historia.
- Pues… a mí me parece que falla algo – respondió el viejo Ambrosio, mientras en la acera de enfrente un hombre y una mujer se cruzaban sin apenas mirarse.
- La historia que nos contaste ayer, la de los ladrones del banco, me gustó más, era más divertida – dijo Agustín, el ex párroco de la Iglesia de las Mercedes. – Es que yo esas historias de amoríos no las entiendo – replicó mientras se apartaba de la verja y caminaba hacia la Residencia de Ancianos “El Rosal”.
- Quizá tengáis razón… - contestó don Nicolás antes de agarrar su bastón y darse la vuelta para seguir a sus compañeros por el camino de gravilla de la entrada.
Fuera, la Iglesia de las Mercedes continuaba proyectando su sombra sobre la acera mientras un hombre y una mujer caminaban en direcciones contrarias. Antes de entrar en el edificio, don Nicolás se dio la vuelta, justo a tiempo de ver como Marisa y el forastero se alejaban agarrados de la mano.

Ciclo dominical sobre la muerte

Le pone la mano en la boca para que no grite y a pesar de ello la mujer se retuerce intentando liberarse. En el callejón se escucha el eco de sus tacones rozando el suelo. Sin prisas, el hombre se saca la navaja del bolsillo trasero y la aprieta contra la piel que tiembla. La mujer forcejea, buscando a su agresor con las manos, pero él la esquiva sin soltar el arma. Justo en el momento en el que un primer hilo de sangre comienza a correr por su cuello ella pierde las fuerzas. A él también le faltan las fuerzas, se estremece y le sudan las manos, pero aún así hunde la navaja en la carne. De pronto cierra los ojos y abraza a la mujer. Cuando vuelve a abrirlos mira hacia abajo y ve como la sangre comienza a gotear sobre sus zapatos.
- Buena, ¡corten!

Ménage-à-trois

El hombre que conducía el coche ahora parado en el semáforo miró a la mujer de la falda corta. Ella se dio la vuelta y sonrió antes de subir el escalón. Cuando el hombre arrancó no tuvo tiempo de ver a la segunda mujer.